Fin de la primera Guerra Fría El final de la primera Guerra Fría se ha…
El Riesgo de un gran Retroceso Planetario Saúl Escobar Toledo
Después de varias décadas de políticas neoliberales y la crisis mundial de 2007, vino la peste y luego, ahora, un conflicto bélico en Ucrania cada vez más peligroso para el mundo.
Bajo el neoliberalismo, los empleos se volvieron más inseguros y peor remunerados. Con la pandemia y la disrupción económica, la pobreza se elevó particularmente en las naciones menos desarrollados (muy pobres o medianamente pobres) ubicadas en América Latina, África y el sudeste asiático. La invasión rusa no sólo ha venido a agravar estas tendencias; además, existe el peligro de que estallen al mismo tiempo diversas crisis y se congele la expectativa de un conjunto de reformas progresistas tanto a nivel mundial como local.
Después de la Gran Recesión (2007-2008), los índices de crecimiento mundiales se fueron a la baja con algunas excepciones (como China). En Europa y Estados Unidos, el desempleo, y la inseguridad laboral se hicieron más patentes frente a los enormes privilegios de unos cuantos: se amplió el descontento social y se produjeron cambios políticos de gran impacto. Aunque surgieron nuevas alternativas progresistas, también se alentaron las opciones nacionalistas de ultraderecha. Ello propició, incluso en las instituciones multilaterales (como el FMI), una revisión crítica de las últimas décadas. Las conclusiones apuntaban a la necesidad de remediar algunas “fallas” del sistema: la muy escasa contribución de los grandes consorcios mundiales a las haciendas públicas; la nula regulación de los paraísos fiscales; la casi inexistente ayuda financiera de los países ricos a los menos desarrollados; el cambio climático producido por las emisiones contaminantes de las grandes economías; y la amenaza que significaban gobiernos ultranacionalistas en EU y Europa para la estabilidad política y la integración económica. Se habló por primera vez en mucho tiempo de los altos niveles de desigualdad; de la existencia de un puñado de superricos que controlan gran parte de la riqueza mundial; y de la caída de los niveles de vida de amplios sectores de la población, incluso en las naciones más desarrolladas.
Sin embargo, del análisis y las declaraciones no se pasó a los hechos. Poco o casi nada cambió. Posteriormente, la pandemia reveló que la situación mundial era peor de lo que se pensaba. Algo se hizo: los países del G-20 acordaron elevar los impuestos a los grandes consorcios internacionales; el FMI emitió una suma considerable de Derechos Especiales de Giro (DEGs) para tratar de aliviar la crisis financiera; e incluso se decretó una moratoria de pagos para las naciones más pobres. En Estados Unidos, se operó un plan de recuperación económica con grandes inversiones en infraestructura y ayudas a las familias mas afectadas por la suspensión de las actividades económicas; en Europa se planteó un programa similar. Y hasta se reactivaron las cumbres sobre cambio climático.
No obstante, en otros rubros, como la distribución de las vacunas contra el COVID, se impusieron los intereses privados. Los países más pobres (principalmente en África) han recibido pocas dotaciones y ayuda para superar la crisis sanitaria y los daños materiales.
A pesar de los pocos avances, parecía que los gobiernos de las potencias económicas y las instituciones multilaterales, presionados por la movilización social y la inestabilidad política, estaban adoptando una nueva visión acerca del desarrollo económico mundial. Se habló de que el desafío más importante del siglo podría ser la confrontación con los grandes consorcios privados para sujetarlos a las regulaciones estatales.
En México, por ejemplo, el nuevo T-MEC incluyó un conjunto de cláusulas, disposiciones legales y un aparato burocrático dispuesto para impulsar y vigilar que los sindicatos mexicanos se democratizaran y convirtieran en actores de un nuevo tipo de integración económica, más equilibrada, entre el capital y el trabajo.
El conflicto bélico en Ucrania, sin embargo, amenaza con revertir lo poco que se ha logrado y, sobre todo, cambiar las prioridades de los gobiernos y las instituciones.
En primer lugar, las sanciones económicas a Rusia y la destrucción de la economía ucrania, van a causar afectaciones no sólo al país invasor sino a muchas regiones del mundo. Recordemos que Rusia ha sido un gran exportador de petróleo y gas natural, pero también de paladio y trigo, así como uno de los mayores proveedores mundiales de fertilizantes compuestos de potasa y nitrógeno. Ucrania, por su parte, era, igualmente, un productor muy relevante de trigo y maíz. Por ello, la crisis bélica, asegura el FMI, “empeorará el comportamiento de la inflación y ralentizará aún más el crecimiento económico”. Los precios mundiales de los alimentos se han elevado notoriamente. Según la FAO éstos han subido más del 40 por ciento en los últimos dos años y alcanzaron un máximo histórico en febrero pasado. Por su parte, el Banco Mundial ha advertido que la crisis bélica “tendrá importantes repercusiones en Oriente Próximo y en África, en especial en sus áreas septentrional y subsahariana” ya que dependen mucho de los granos rusos y ucranios.
En el otro extremo del planeta, el precio de la gasolina en Estados Unidos se disparó durante la primera semana de marzo hasta alcanzar el máximo registrado durante los últimos diecisiete años. En el caso de la Unión Europea, el Banco Central prevé un periodo de “estanflación”, estancamiento con inflación, y un aumento del desempleo, por lo que ha recortado su previsión de crecimiento para 2022 del 4.2 al 3.7 por ciento y una inflación que podría llegar a 5.1 por ciento (Fuente: Sundaram y Chowdhury, disponible en: https://www.elsaltodiario.com/analisis/economia-incursion-ucrania-estanflacion-mundo).
La segunda consecuencia apunta hacia el olvido o imposibilidad de emprender una agenda progresista en el mundo. En Estados Unidos y Europa, la preocupación central de los gobiernos es, en estos momentos, la guerra. Se pretende crear, por ambos bandos, una psicosis general culpando al “peligro ruso” o a la “amenaza occidental “ del conflicto y su prolongación. Partidos políticos, funcionarios e intelectuales parecen unirse en una sola causa, el triunfo de las armas, sin importar sus viejas diferencias.
Por su parte, en los países menos desarrollados, el empeoramiento de las condiciones económicas provocadas por la crisis ucrania, a las que hay que sumar el balance negativo de las políticas neoliberales y los efectos de la pandemia, conforman un panorama desalentador que puede inhibir la construcción de nuevos proyectos diseñados para lograr una recuperación más rápida y justa.
Si las tensiones mundiales se agravan, la atención a la pobreza, la desigualdad y la injusticia pasarán a un segundo plano. Todo (o casi) se centrará en el desenlace militar y sus consecuencias “geopolíticas”, las cuales serán de muy largo plazo.
La única posibilidad de salir del túnel radica en encontrar, pronto, una solución pacífica al conflicto. De otra manera, esta guerra, causada por la incursión de un ejército contra una sociedad inerme, apunta a convertirse en una catástrofe mundial. Algunos podrán hablar, hoy o mañana, de vencedores y vencidos, de responsable o irresponsables. Lo cierto es que, como ha quedado demostrado en los casos de Irak, Siria o Afganistán, las invasiones militares siempre causan grandes pérdidas civiles y destrucción material que requieren muchos años para repararse. Además, en esta conflagración, como sucedió en las dos grandes guerras que asolaron Europa y parte del mundo en el siglo XX, aparecen los militaristas de distintos colores. Para ellos, la confrontación “obliga” a dejar de lado los reclamos y aspiraciones de los pueblos. Lo más importante es la aniquilación del enemigo.
Ojalá la opinión pública mundial logre superar estos espíritus belicistas e imponer una agenda de paz y prosperidad para todos.